miércoles, 1 de julio de 2020

ACTIVIDADES PARA EL PERIODO DE SUSPENSION DE CLASES 61º Entrega

Estimada Comunidad Educativa estamos publicando la 61º entrega de trabajos prácticos.
Para visualizar los anteriores con el cursor baje por el blog. Si no lo encuentra baje hasta el final y encontrara un texto que expresa: Entradas Antiguas y cliclea en el podrá visualizar desde la primer hasta la 60º entrega

Estudiantes de 1º año 1º división
Estudiantes de 1º año 3º división
MATEMATICA
Prof Sebastián MOGAVEDO



Estudiantes de 1º año 1º división
Estudiantes de 1º año 3º división
PRACTICAS DEL LENGUAJE
Prof Sebastián Mogavedo



Estudiantes de 1º año 1º división
CIENCIAS SOCIALES
Prof Sebastián Mogavedo


1) Explicar brevemente la teoría del “Big Bang”

2) ¿Cuál es la teoría más aceptada sobre la formación del sistema solar? Explicarla brevemente.


3) ¿Cuántos años se cree que tiene el planeta Tierra?

4) Dar una definición de: a) eras geológicas; b) geología.

5) Explicar cómo eran la vida y la superficie terrestre en cada una de las eras geológicas: 
a) tiempos precámbricos; 
b) paleozoica; 
c) mesozoica; 
d) cenozoica


Estudiantes de 5º año 1º división Ciencias Naturales
LITERATURA Prof Griselda Panichella

ASÍ ES MAMÁ        Juan José Hernández

 

   No he conocido a nadie que posea la blancura de mamá. ¿Cómo extrañarse de que se llame Blanca? Vanamente, las pensionistas de mi casa pretenden imitarla: se pintan de azul los párpados, caminan sobre tacos Luis XV, cruzan las piernas y fuman con aire lánguido. Como hace mamá. Sin embargo, qué lejos están de alcanzar su encanto.

   Nuestra casa, aunque su frente es de ladrillos sin revocar, no puede compararse con las demás viviendas del barrio. A pocos metros de la esquina se levantan las barreras de paso a nivel, y cruzando el terraplén corre una acequia de aguas servidas. El cuarto de mamá tiene un balcón que da a los naranjos de la vereda, pero sus persianas están siempre cerradas.

   Cuesta imaginar, detrás de esas persianas, un cuarto tan lujoso como el de mamá. Cuadros de diferentes tamaños tapizan las paredes: algunos son recuerdos de sus viajes (mamá posando junto a la ex piedra movediza de Tandil, o en Mar del Plata, apoyada en un enorme lobo marino); otros, estampas religiosas (San José con el Niño, o un ángel con una vara de azucenas, a los pies de la Virgen); otros, paisajes de almanaque y retratos de

artistas de cine. Me gusta contemplar algunos objetos preciosos entre el desorden de los frascos de perfume y las cremas de belleza de su tocador: hay allí una artística polvera cuya tapa es una bailarina con pollera de tul, y un gran número de animalitos de porcelana que no tienen mayor valor, pero que a mamá le traen suerte. Cuando uno de ellos se niega a favorecerla, mamá lo encierra por un tiempo adentro de un cajón, a manera de penitencia.

   El tocador de mamá. Nunca me cansaré de admirar sus adornos. Debo decir que cada día aumentan. La semana pasada le regalaron una muñeca Lenci vestida de española, que ella se apresuró a colocar al lado de otra, también de paño Lenci, pero ataviada de criolla. Una venus de alabastro le sirve para colgar sus collares.

   Mi cuarto, en cambio, es un altillo situado encima de la cocina. Como hasta el día de hoy mamá no ha conseguido dinero suficiente para hacer construir una escalera de material, para subir a mi cuarto debo emplear una escalera de mano que ella retira por las noches mientras duermo. Este aislamiento forzoso tranquiliza a mamá y le permite atender a sus invitados sin la preocupación de que a mí se me ocurra aparecer en lo mejor de la fiesta, y desmerecer su prestigio. Porque a pesar del barrio apartado y de los charcos de agua pantanosa que se forman en la calle cuando llueve, mamá acostumbra a organizar reuniones a las que acuden personas importantes de la ciudad: doctores, escribanos, funcionarios.

   Una vez que se han ido los invitados, mamá vuelve a colocar en su sitio la escalera; en un papel que deja sobre la mesa de la cocina, escribe la lista de compras para el mercado y otras tareas que debo cumplir por la mañana mientras ella y las pensionistas descansan.

   Antes de las nueve bajo de mi altillo, preparo el desayuno, riego las plantas, y después de leer varias veces la lista hasta aprenderla de memoria salgo a la calle provisto de una red. Llevo conmigo una libreta de tapas azules para el almacén; otra, roja, para la carnicería, y una tercera, negra, para el verdulero. Mamá detesta comprar al contado. Prefiere hacerlo a crédito; de ahí su agitación, a fin de mes, cuando junto con la cuenta de la luz recibe cartas que le recuerdan la cuota del tapado de piel, de la heladera, o de la licuadora. Otra característica de mamá es regatear el precio de las mercaderías, por insignificante que sea. Basta que el frutero le diga: “Treinta pesos el kilo de uvas, señoras”, para que ella invariablemente le conteste: “Muy caras, le doy veinticinco.” Si el vendedor se resiste, mamá, como último recurso, le entrega un billete de quinientos pesos a la espera de que el hombre no tenga dinero suficiente para el vuelto. Cuando así sucede, el vendedor acaba por resignarse y exclama: “No importa, patrona; me paga mañana. Es igual.” Entonces ella sonríe, satisfecha de haber conseguido postergar por un día el pago de las uvas. Así es mamá.

   Mientras hago las compras en el mercado puedo observar con detenimiento la gente del barrio. Con la mirada sin brillo, la ropa manchada, los zapatos rotos, las mujeres tienen un aspecto lamentable. Suelen ir acompañadas de sus hijos, unos chicos igualmente desaliñados, de tez morena y ojos oblicuos. Quizá por eso mamá los llama

“chinos”, y me prohíbe jugar con ellos. Tampoco quiere que hable con las vecinas, esas harpías que no hacen otra cosa que ocuparse de la vida privada de los demás. Así dice mamá.

   Las mujeres del barrio deberían prestar un poco de atención a su arreglo personal y al de sus hijos. No al extremo de mamá, que se baña dos veces al día, va a la peluquería del centro, y se pasa las tardes recostada, limándose las uñas, o sacándole brillo a sus esclavas de plata (tiene veinte, y le cubren el antebrazo). Tampoco es necesario que exageren, como hace mamá conmigo, y ondulen el pelo de sus hijos con una tijera caliente o le compren pantalones de terciopelo y botas de charol. Pero el olvido de las más elementales normas de aseo resulta en verdad intolerable. El barrio entero, que abandonaremos pronto si los planes de mamá se realizan, es un conjunto de hombres en camiseta, mujeres sin dientes, chicos descalzos.

   Cuando vuelvo, mamá ya está levantada, pero las pensionistas continúan durmiendo. Al principio mamá me advirtió que si alguien me preguntaba en la calle quiénes eran esas señoritas, yo debía contestar: “Son mis primas”. Sin embargo, como después de un tiempo las supuestas primas se iban y eran reemplazadas por otras, ella juzgó conveniente llamarlas pensionistas.

   Las pensionistas de esta temporada me parecen desagradables. La Cristina y la Yoli, tales son sus nombres, usan el mismo peinado en forma de cola de caballo, tartamudean y bostezan sin parar; a la noche, como por arte de magia, conversan animadamente, ríen a carcajadas, cantan. A menudo oigo sus voces desde mi altillo. Sólo mamá permanece silenciosa. Para eclipsarlas le basta su blancura y su corpulencia. Siempre recordaré la escena que presencié hace algunos años: mamá estaba en el patio, a medio vestir, rodeada de mujeres que tiraban de lazos y cintas con el propósito de ceñir su cuerpo dentro de un corsé. A cada tirón brusco de las cintas, se hundía el vientre de mamá, pero al mismo tiempo subían sus pechos, inflados como globos, y por los intersticios del corsé parecían rombos de carne deslumbrante.

   Mamá prepara el almuerzo y guarda en la heladera una fuente con rodajas de salame y ensalada para las pensionistas. “Es suficiente para esos esperpentos”, dice. Luego, con un gesto de complicidad, saca de su bolsillo una llave con la que abre un armario donde se esconde un frasco de higos en almíbar. En el armario, además, hay un juego de té chino que le regalaron para su casamiento. No conocí a mi padre. Murió o desapareció poco después de que yo naciera, pero por algunas conversaciones, he deducido que debió ser un hombre sin inquietudes, un fracasado. Todavía ahora, cuando las deudas apremian mamá recuerda con tristeza un terrenito de su propiedad, en el cerro, que se vio obligada a vender por culpa de él, “y que hoy valdría una fortuna”.

   Una vez que terminamos de comer el postre, ayudo a mamá a poner en orden la cocina; después subo a mi cuarto y me visto para asistir a clase: Ignoro si el año próximo volveré al mismo colegio. Mamá dice que piensa inscribirme en otro, como alumno pupilo. Todo depende de un amigo suyo, un abogado que costeará mis estudios a condición de que ella abandone esta ciudad y atienda un negocio en Rosario de la Frontera.

   Así nos explicó el domingo pasado. Estábamos reunidos en el comedor: la Yoli se depilaba una ceja; la Cristina hojeaba revistas de moda; yo dibujaba un mapa en mi cuaderno. De pronto, mamá llegó muy agitada de la calle; se quitó los zapatos, suspiró de alivio, y empezó a contarnos sus proyectos. Cuando terminó de hablar, hubo un silencio.Después se oyó la voz de la Yoli, “Blanca –le dijo-, está loca. Eso es sepultarse en vida.” Mamá le contestó que la plata es plata en cualquier parte, que le preocupaba mi porvenir, y que el negocio se abriría en una zona próspera, llena de chacareros ricos y sembradores de papas. “Nosotros no te acompañamos”, dijeron al unísono las pensionistas. “No las necesito. Como ustedes, sobran”, contestó mamá con desdén.

   Esa noche, en mi altillo, me conmovió pensar en los sacrificios a que mamá se resignaba para labrarme un porvenir. Abandonaría su dormitorio, sus reuniones. Yo era un obstáculo en su vida, y con el tiempo lo sería un más. En Rosario de la Frontera, donde vaya a saber uno qué peligros la acechan, irá perdiendo su belleza. El nombre de ese pueblo me sugiere un ambiente de violencia como el de las películas del Lejano Oeste:

ciclones, indios enfurecidos, paisanos borrachos. Quizá por eso, al dormirme tuve un sueño extravagante: había un incendio en el cuarto de mamá, y ella, sujeta a los barrotes de la cama, amordazada, no podía hacer ningún movimiento ni articular palabra. Horrorizado, vi que las llamas empezaban a trepar por los flecos de la colcha tejida. Entonces, corrí a la cocina en busca de un balde de agua, pero súbitamente me asaltó el imperioso deseo de comer higos en almíbar. El armario estaba abierto: retiré el frasco, y con la mayor tranquilidad me puse a satisfacer mi gula, no ignorando que mamá corría el peligro de ser alcanzada por las llamas. “Se salvará”, me decía mientras devoraba grandes cucharadas de dulce. “No sé cómo, pero se salvará. Es demasiado fuerte para morir. No morirá nunca.”

   Con los primeros calores han florecido los naranjos de la vereda; el viento trae el olor de los azahares mezclado al de las aguas podridas de la acequia. Al atardecer, he caminado por las calles del barrio. En un zaguán estrecho, un hombre inflaba las ruedas de su bicicleta; debajo de una morera, una vieja desplumaba una gallina; en un baldío, unos chicos que jugaban a la pelota me reconocieron y me arrojaron piedras. Luego corrieron a esconderse detrás de un arbusto.

   No puedo tolerar la idea de entrar pupilo en un colegio y separarme de mamá. Lejos de ella, habrá de repetirse lo que sucedió hace tres años, cuando viajó a la capital: enfermé de tristeza. Mientras duró su ausencia, las pensionistas que había en mi casa por aquella época no consiguieron que probase bocado; querían obligarme a comer, pero yo les escupía la sopa caliente en la cara. Extrañadas por mi conducta, tuvieron que cerrar con llave el dormitorio de mamá para impedir que me arrojara de bruces en la cama, sollozando. Sin mamá, el mundo es opaco y aburrido; languidecen las plantas del patio, y la casa entera se convierte en una especie de ruina con silbidos de trenes y chillidos de mujeres vulgares, pintadas como Pieles Rojas.

   Al volver de su viaje, mamá me trajo de regalo un mecano para hacerse perdonar su ausencia, pero yo, que estaba ofendido, adopté una expresión terca cuando ella me alzó en sus brazos. “¿Así es como este ángel del Señor recibe a su madre que lo quiere tanto?”, me dijo. Entonces me eché a llorar, al mismo tiempo que le besaba las mejillas y le suplicaba que no me abandonara nunca.

   Anoche por primera vez, mamá me permitió que asistiera a una de sus reuniones. “Sólo un momentito –me previno- y luego a la cama, sin chistar.” Quería presentarme al doctor Monasterio, “el abogado de quien te hablé, que tanto se interesa en nuestro futuro”.

   El comedor estaba arreglado especialmente para la fiesta. Las sillas se alineaban contra la pared; pantallas de colores velaban el resplandor de los focos y proyectaban una penumbra rosada que favorecía a las pensionistas, otorgándoles juventud. En un ángulo estaba dispuesta la mesa, con botellas y platos de sandwiches.

   Mi entrada provocó cierto estupor. “Es el pollito de Blanca”, oí que murmuraban. Aunque el cuarto estaba lleno de humo y me picaban los ojos, pude distinguir a la Yoli que reía con afectación, la cabeza echada hacia atrás; a su lado, un señor gordo y calvo le acariciaba la espalda. También vi a la Cristina que rechazaba con un gesto de impaciencia a uno de los invitados, empeñado en decirle un secreto, o en morderle la oreja. Hombres maduros, en mangas de camisa, bebían ginebra con hielo; dos jóvenes, en cuclillas, arrojaban dados en el piso.

    Mamá, tomándome de los hombros, me llevó hasta el lugar donde estaba sentado el doctor Monasterio.

   -Mucho gusto, caballerito- dijo el abogado. Y me tendió una mano lánguida, cubierta de vello oscuro, que solté de inmediato. El abogado vestía con sencillez; sólo la perla del alfiler de corbata revelaba su prosperidad. Después de un momento prosiguió:

-¿Con que el caballerito quiere estudiar, ser un hombre de provecho? Muy bien, muy bien. Ya arreglaremos ese asunto con su mamá.

   La voz autoritaria del abogado contrastaba con su aspecto insignificante; sus piernas, cruzadas, no llegaban al suelo. Hice un esfuerzo para dominar mi timidez y mirarlo a la cara: una cicatriz, que le bajaba desde el pómulo izquierdo hasta la comisura del labio superior, le tiraba hacia arriba la piel de la mejilla, dando a su fisonomía una expresión irónica. El abogado me acarició el pelo, me sonrió con simpatía. Yo hubiera querido decirle que no me importaba estudiar ni ser un hombre de provecho, que mi ideal era continuar al lado de mamá. Pero enmudecí, sofocado por el ruido de la música y las conversaciones. Mamá consideró ofensivo mi silencio y me pellizcó con disimulo. Mi reacción fue automática:

   -Muchas gracias, señor. Encantado de conocerlo.

   Mamá me miró complacida.

   -Es un chico muy bueno y educado- dijo. Después, con los ojos en blanco, agregó una frase de costumbre-:

   -Un ángel del Señor-. Enseguida me pidió que antes de acostarme sirviera un poco más de ginebra con hielo a los invitados. Me sorprendió el tono suplicante de su voz, su momentánea inseguridad, como si alguna vez me hubiera negado a satisfacer el menor de sus deseos.

   Fui hasta la mesa y retiré la bandeja con la botella, el hielo y los sandwiches. Yo tenía puesta una camisa de verano, de seda cruda, confeccionada por mamá con un retazo de género que le sobró de un vestido. Cada vez que me inclinaba con la bandeja, algún invitado me metía un billete de cincuenta o de cien pesos en el bolsillo de la camisa. Mamá, divertida, observaba la escena, y de cuando en cuando me guiñaba un ojo, orgullosa de tener un hijo tan desenvuelto y hábil. La verdad es que me costó bastante trabajo mantener el equilibrio con aquella bandeja pesada, y en cierto momento estuve a punto de arrojar un balde con hielo sobre la cabeza de un amigo de la Cristina, que se permitió darme una palmada en las nalgas.

   La Yoli, que es una romántica, puso por tercera vez un vals. El abogado se acercó a mamá para invitarla a bailar, pero ella le dijo que esperase un momento. Antes tenía que llevarme al altillo, porque no era bueno para la salud de un chico permanecer despierto hasta esas horas.

   Cuando salimos al patio, respiré profundamente. El aire fresco disipó mi pesadez.

Detrás de las risas y los cuchicheos de las pensionistas, podía oírse un zumbido ronco y repugnante: las voces de aquellos hombres que mamá reunía para pagar sus deudas, sus collares y mi educación. A la luz de la luna, la blancura de mamá daba vértigo.

   Antes de subir por la escalera, saqué el dinero del bolsillo y se lo entregué. Ella se apresuró a guardarlo en el escote de su vestido. Luego me dijo, besándome en la frente: “Así me gusta, que sea generoso con su mamá.”

   Desde anoche espero que llegará a comprender: puedo ser de alguna utilidad para sus negocios. Si decide llevarme a Rosario de la Frontera, le voy a sugerir que me embadurne la cara con betún y me rice el pelo: me convertiré en el negrito de los mandados, en su criado predilecto. O bien, como en la estampa en colores que hay en la cabecera de su cama, velaré eternamente su sueño, de rodillas en el umbral del cuarto, con las alas inmóviles y una vara de azucenas en la mano. Por algo ella repite que soy un ángel del Señor.

AUDIO DEL CUENTO:

 

https://www.youtube.com/watch?v=GHTDfIkVQ14&t=280s

 

Actividad

Imaginá que el hijo de Blanca, ese niño protagonista, limitado en su capacidad de compresión, justamente por ser un niño, ya creció. Ahora es un adolescente y cuenta desde su punto de vista como siguió su vida. 

Pensá  qué podría decir sobre ese entorno que le tocó vivir y cómo lo vive ahora.

 Cómo reflexionaría sobre la  actitud de su madre, esa mujer que  lo tenía inmerso en un mundo   inmoral, y a la que él admiraba por su estilo y belleza en total contraposición  a las demás. ¿La   sigue amando? ¿justifica o rechaza su actitud?

Qué recordaría de esos niños del barrio que lo miraban con rechazo. ¿Sigue aún esa mirada despectiva, ha logrado acercarse, fueron ellos los que lo sacaron de su inocencia?

Qué sensación le quedaría de  la función real del altillo, adonde era confinado y al que sólo podía acceder por la escalera que se la retiraban para no bajar y descubrir el prostíbulo en que su casa se transformaba cada noche.

Elaborá  un relato en primera persona; ahora sos un niño adolescente  con otro  lenguaje y  con otra mentalidad. 


Estudiantes de 4º año 2º división
MATEMATICA
Prof Gisela Gamarra


Estudiantes de 1º año 2º división
MATEMATICA
Prof Matias Alejandro Morales



Estudiantes de 2º año 2º división
MATEMATICA 
Prof Matías Alejandro Morales


Estudiantes de 3º año 2º división
MATEMATICA
Prof Matías Alejandro Morales






Estudiantes de 4º año 1º división Comunicación
MATEMATICA Prof Matías Alejandro Morales



Estudiantes de 4º año 1º división Ciencias Naturales
Estudiantes de 4º año 1º división Comunicación
LITERATURA Prof Verónica Banegas

Atentamente.-

EQUIPO DE CONDUCCION
EQUIPO DE ORIENTACION ESCOLAR
Escuela de Educación Secundaria Nº 8
Esteban Echeverría de José León Suárez
Partido de Gral San Martín
Provincia de Buenos Aires